Es llegar el calor y disminuir nuestro apetito. Relegamos los platos de cuchara, en general muy nutritivos y calóricos, para optar por otros más fresquitos y ligeros. Y es que el verano suele ir acompañado de una disminución del hambre que, aunque afecta principalmente a niños y mayores, se da en todas las edades. Pero, ¿por qué se produce este fenómeno?
El motivo fundamental es que parte de las calorías que ingerimos a diario las empleamos en mantener nuestra temperatura corporal. Durante el verano, el cuerpo no necesita tanta energía como en otras estaciones del año para producir calor, por lo que la cantidad de alimentos que demanda es menor.
Por otro lado, las altas temperaturas hacen que apetezca comer menos cantidad, llenarse menos. Esto es debido a que el organismo se tiene que refrigerar más, de modo que requiere más sangre circulando por debajo de la piel y menos atendiendo la digestión en el intestino.
Comemos menos, pero ¿peor?
Es normal, por tanto, que en verano tengamos menos apetito y, consecuentemente, comamos menos. Sin embargo, hay que procurar que nuestra alimentación en esta época del año sea también variada y equilibrada, máxime si tenemos en cuenta que el verano es un periodo propicio para comer menos, pero también para comer peor.
Con las vacaciones, las comidas fuera de casa, las reuniones con familiares y amigos o la ruptura de nuestros hábitos horarios influyen en nuestro organismo y pueden derivar en una alimentación inadecuada. Por todo ello, lo más aconsejable es seguir la dieta mediterránea que tantos beneficios aporta.
En verano la variedad de frutas y verduras es máxima, pudiendo preparar multitud de ensaladas y sopas frías. Se puede recurrir al gazpacho, salmorejo, pisto o a las ensaladas, que proporcionan una combinación perfecta de agua, fibra, hidratos de carbono, vitaminas, minerales y antioxidantes.
En cuanto a las legumbres, lo cierto es que el calor hace menos apetecible, por ejemplo, un buen plato de lentejas o un cocido, pero no hay que descartarlas porque se pueden introducir en la dieta en forma de ensaladas.
El postre ideal son las frutas, sobre todo las que tienen un alto contenido en agua como la sandía y el melón.
También en esta época del año en la que solemos acercarnos al mar, abundan los pescados. Los azules como el bonito, la sardina o el boquerón son fuente de ácidos grasos Omega 3, ricos en proteínas, fósforo y yodo.
¿Con qué tener especial cuidado?
Para conjurar esa alimentación desequilibrada durante el verano, hay que evitar los fritos, que ralentizan el proceso digestivo -con las altas temperaturas necesitamos que este sea, precisamente, rápido-. Tampoco debemos consumir alcohol, que hace que disminuya el agua del cuerpo. En este punto, hay que incrementar la ingesta de agua y líquidos en general. No hay que esperar a tener sed para beber, sobre todo en el caso de los niños y mayores.
También es aconsejable no hacer comidas muy copiosas y grasientas, de difícil digestión; comer más veces y en menor cantidad; reposar después de las comidas y esperar un tiempo razonable para hacer deporte o zambullirse en el agua.
El ejercicio, el mejor compañero
Lo ideal sería combinar esa dieta mediterránea con actividad física, que no requiere necesariamente ir al gimnasio y que puede consistir sencillamente en dar largos paseos por la playa, nadar en el mar o la piscina, o jugar al vóley playa o a las palas con los hijos o amigos.
No se trata ni mucho menos de estar controlando continuamente la ingesta de calorías durante las vacaciones, sino de buscar un equilibrio tanto con la alimentación como con la actividad física para que nuestra salud no decaiga durante el periodo vacacional.
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