La obesidad es una de las grandes enfermedades del siglo XXI, de hecho está considerada así desde hace años por la Asociación Norteamericana de Medicina. En 2014, según datos de la Organización Mundial de la Salud, más de 600 millones de adultos, que representan alrededor de un 13% de la población mundial, eran obesos. Y esa tendencia no ha dejado de crecer desde entonces.
También la obesidad y el sobrepeso infantil han ido en aumento: 42 millones de niños menores de cinco años sufrían sobrepeso en 2013. La parte más grave es que tanto la obesidad como el sobrepeso son catalizadores de enfermedades mucho más graves que pueden afectar nuestra calidad de vida: patologías cardíacas, problemas circulatorios, enfermedades metabólicas… Todas se ven agravadas por los kilos de más que acumulamos en nuestro cuerpo.
Los azúcares, ¿culpables de la epidemia de obesidad?
Hasta hace poco tiempo se había culpado de este problema de obesidad y sobrepeso al ingente consumo de grasas o lípidos en nuestra dieta: las grasas saturadas especialmente se han llevado la peor parte. Sin embargo, la tendencia en estos últimos años es la de responsabilizar al consumo desproporcionado de azúcar (tanto azúcar refinado como azúcares añadidos) en nuestra alimentación.
Quizás podemos pensar que, en el caso de que no consumamos azúcar blanco refinado (el azúcar de mesa que conocemos de toda la vida) nos encontramos a salvo de este riesgo de sobrepeso y obesidad por los azúcares añadidos, pero nada más lejos de la realidad. Muchos de los productos que consumimos a diario, y no tienen por qué tener un sabor dulce, contienen azúcares añadidos en su composición, y los estamos ingiriendo sin darnos ni siquiera cuenta. ¿Es posible que estés tomando un buen puñado de azúcar al día sin enterarte?.
¿Cuántos azúcares añadidos podemos tomar al día?
¿Cuál es la postura oficial de la Organización Mundial de la Salud respecto al azúcar refinado y a los azúcares añadidos? La OMS ha sido muy clara en este tema y recomienda reducir la ingesta de estos azúcares que no se encuentran de forma natural en los alimentos a un total de 50 gramos por día. Para que nos podamos hacer una idea más visual de a qué equivale esa cantidad podemos compararla con la cantidad de azúcares añadidos en una lata de refresco de cola, que son unos 35 gramos de azúcar: con dos latas ya habríamos superado con creces el consumo diario recomendado por la OMS.
Tal es la alarma que se está generando a este respecto que la OMS incluso ha valorado reducir el consumo recomendado de azúcares añadidos a la mitad: 25 gramos por persona y día. Ese es el azúcar que contiene, de manera aproximada, una lata de té helado.
¿Dónde están los azúcares añadidos?
Realmente estos azúcares añadidos se encuentran en la mayoría de los productos procesados, ya que se utilizan para dar una mayor palatabilidad (para que nos sepa mejor) a estos productos. Si crees que porque no tomes productos dulces estás a salvo de estos azúcares añadidos, estás muy equivocado: algunos de los productos salados que solemos consumir con mucha frecuencia y que contienen en su composición azúcares añadidos son, por ejemplo, el kétchup, el pan de molde, la pechuga de pavo o de pollo en lonchas, los platos precocinados como las pizzas… Y, por supuesto, se encuentran en enormes cantidades en productos de sabor dulce como las galletas, los batidos, los refrescos, los postres, etc.
¿Cómo podemos localizar los azúcares añadidos en los productos?
Como hemos dicho en anteriores ocasiones, nuestro seguro de vida como consumidores frente a las estrategias de marketing y desinformación de la industria alimentaria siempre es la educación nutricional, y dentro de esta una de las cosas clave es saber leer las etiquetas nutricionales. No podemos quedarnos solamente en conocer las calorías que nos aporta cada producto, sino que es importante que también conozcamos de dónde provienen esas calorías y si son de mayor o de menor calidad.
Para saber esto deberemos mirar en dos lugares diferentes dentro de la etiqueta: por un lado, en la parte de la etiqueta que nos habla de la cantidad de carbohidratos que contiene el producto en cuestión por cada 100 gramos y por ración, debe aparecer detallado cuántos de esos carbohidratos provienen del azúcar. Esto ya nos puede dar una idea de si esa cantidad es alta o baja en relación con el total de carbohidratos aportados.
Otra de las partes de la etiqueta nutricional que debemos controlar es la lista de ingredientes del producto: en ella vienen listados los ingredientes que lo componen por orden de cantidad; es decir, que los ingredientes que se encuentran en una mayor cantidad en ese producto son los primeros que aparecen en la lista. Si encontramos el azúcar entre los primeros ingredientes, ya sabemos que contiene una buena cantidad del mismo. O si aparece en un producto en el que aparentemente no debería estar, como en el embutido, por ejemplo.
También debemos estar atentos a las denominaciones con las que se habla del azúcar, ya que no siempre se le nombra igual, y podemos encontrarlo con diferentes nombres en el mismo producto: jarabe de maíz alto en fructosa, jarabe de malta, jarabe de arce, dextrosa o dextrina son otros nombres que se usan para referirnos al mismo azúcar.
¿Cómo podemos reducir los azúcares añadidos de nuestra alimentación?
Un gesto muy sencillo que podemos comenzar a realizar desde ahora mismo y que reducirá drásticamente la cantidad de azúcares añadidos que ingerimos es el de priorizar la compra de alimentos por delante de la de productos. Los alimentos no se encuentran procesados, lo cual nos asegura que no han recibido azúcares añadidos de ningún tipo. Así, realizar la compra en el mercado en lugar de en el súper, donde podemos encontrar una mayor cantidad de alimentos frescos y de calidad, y cocinarlos en casa nosotros mismos nos ayudará a reducir esa cantidad de azúcares añadidos.
Comprar productos marcados como «sin azúcares añadidos» también es una posibilidad, pero el problema aparece cuando nos damos cuenta de que no tenemos sustitutos para todos los productos que consumimos, y que es más práctico adquirir alimentos y prepararlos nosotros mismos. Es una inversión en tiempo y, quizás, en un coste un poco más alto, pero a la larga es una inversión en nuestra salud.
Fotos | iStock / GabryC / bhofack2
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